Revolución #195, 14 de marzo de 2010
Apuntes del corresponsal sobre el terremoto
KATASTWÒF! – Voces desde Haití
Parte 2. Vida y muerte en las calles de Puerto Príncipe
El 12 de enero de 2010 Haití sufrió un terremoto sumamente fuerte que devastó la capital de Puerto Príncipe. Este Katastwòf, como lo nombran en kreyol, dejó a más de 200.000 muertos. La semana después del terremoto el periódico Revolución publicó artículos importantes que desenmascararon toda la historia de la dominación estadounidense de Haití y cómo creó las condiciones de extrema pobreza y falta de infraestructura — causas directas del enorme número de víctimas mortales. Puso al descubierto el sabotaje estadounidense de la entrega de la ayuda, justificado en nombre de “asuntos de seguridad”. (Vea “Estados Unidos en Haití: Un siglo de dominación y miseria” y “Por qué murieron tantas personas en el terremoto... ”.)
Para conocer más a fondo lo que realmente significaba todo eso para las masas haitianas, cómo veían la situación y cómo lidiaban con ella, enviamos un reportero a Haití 12 días después del terremoto. El siguiente artículo es una versión abreviada de la segunda parte de una serie de páginas de su diario. Vea la primera entrega del diario en “Parte 1. ‘Se cayó todo’”.
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Ahora Puerto Príncipe es literalmente una ciudad de personas sin hogar. Incluso las casas que siguen medio en pie se consideran inseguras. Las personas que no podían salir de la ciudad levantaron albergues provisionales en los parques, las calles de zonas residenciales e incluso en los camellones de calles muy transitadas. Foto: En el distrito Montrepons de Carrefour, delinearon espacios en la calle con bloques de hormigón para impedir que de noche los coches arrollaran los moradores. (Foto: Revolución) |
Una mañana fuimos en coche al Palacio Nacional donde murieron 82 personas según se informa. Aún antes de que llegamos el olor de cadáveres, aguas negras, basura y polvo casi nos abrumaba. Las personas se llevan puestas mascarillas si pueden conseguirlas, pero nada puede tapar la realidad nefasta que nos rodea.
Aunque yo había visto fotografías de este símbolo muy conocido del gobierno de Haití derrumbado por el terremoto, todavía me conmovía estar en frente de él. Pero lo más sorprendente fue el grandísimo campamento de refugiados al otro lado de la calle del Palacio en lo que antes fue un gran parque, el Bouye Champ du Mars (Bouye significa “plaza”). Ante de nosotros había una escena de miseria terrible y sufrimiento: miles de personas en casuchas o tiendas improvisadas harapientas, tratando de protegerse del sol abrasador del mediodía. Parecía que no había ningún inodoro ni ninguna ayuda organizada. Luego supe que Champ du Mars es sólo uno de cientos o tal vez miles de campamentos grandes y pequeños en la zona del terremoto. Me llama la atención que ahora Puerto Príncipe es literalmente una ciudad de personas sin hogar, una ciudad de personas que viven en las calles al borde de la supervivencia. Champ du Mars dista de ser el peor según muchas opiniones, pero es muy malo.
Nos detuvimos para hablar con el primer grupo de personas que encontramos. Les pido que me digan cómo era cuando azotó el terremoto. Una mujer cincuentona empieza a hablar fervientemente acerca de lo que le pasó. Vivía en el tercer piso de una casa que empezó a temblar y que luego se cayó a su alrededor. Me dice que echó mano de su nieta y se echó a correr y que la escalera se derrumbaba a la vez ella bajaba por ella a la calle. Al fin ella dio un salto sano y salvo con la bebé todavía en los brazos. Sus dos hijas también lograron salir y ahora estaban debajo del toldo con ella.
Pero estaban muy lejos de estar seguras. Dijo: “Estados Unidos, la comunidad internacional y el gobierno no hacen nada para nosotros. Incluso el agua, quizás traen un surtido de cuatro litros (un poco más de un galón) cada tantos días. Eso no basta. No traen nada para ayudar a los niños. Ahora el dinero nos va a acabar y no podemos comprar lo que necesitamos. A diario la situación se empeora cada vez más. La comunidad internacional dice todas esas palabras pero son huecas y no recibimos nada”.
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En el día crucial después del terremoto, muchos murieron debido a la falta de ayuda médica y equipo de rescate, lo que refleja la pobreza y ausencia de infraestructura en Haití. En Carrefour, un barrio fuertemente afectado de más de 400 mil moradores, éstos se valieron de los perros del rumbo para encontrar a los sobrevivientes y a puros manotazos los sacaron de los escombros. Pero muchos más quedaron enterrados vivos. (Foto: Revolución) |
Salimos hacia Kenscoff, un suburbio en las montañas que rodean a Puerto Príncipe. Antes Kenscoff era una zona muy bonita donde algunas de las casas se construyeron como segundos hogares de los ricos para refugiarse en el verano y los fines de semana y en realidad más bien son mansiones. Pero como en toda la zona de Puerto Príncipe, la abrumadora presión para vivienda mientras crecía la ciudad había rebasado las barreras y ahora hay más personas de la clase media y hasta pobres que viven aquí. Estamos llevando a Armand y Cherie y su hijita Fatou a su casa para recoger lo que puedan. Estoy en el asiento trasero con Fatou, quien está tranquila, pensativa y parece atribulada.
Después de media hora llegamos a un pequeño distrito de empresas y casas, debajo de la pared rocosa de la montaña que se alza imponente. La pared rocosa es en gran parte de color marrón, pero a la derecha está una parte de 100 pies de altura que parece se haya arrancado y es casi blanca. De hecho, esto es donde un trozo de la montaña se había desprendido… y chocó sobre la parte trasera de la casa de Cherie y Armand. Por suerte no estaban en la casa, pero la madre anciana de un amigo íntimo estaba viviendo allí. Cuando regresaron unos días después del terremoto, se enteraron de que ella murió aplastada y los vecinos ya habían sacado el cadáver.
Entramos y mientras Janot y yo nos sentamos en la sala en la parte delantera, la familia hurgaba en lo que queda de la parte trasera en busca de las cosas que necesitan. Era una casa bonita, nada lujosa, con muebles viejos y poco adorno, pero no obstante con las cosas de una vida normal: una foto de la familia, un certificado de honor de trabajo para Cherie. Estas cosas me recuerdan, de una manera que no había hecho la devastación que ya había visto, que cada casa destruida significaba la destrucción de vidas de personas, el desmoronamiento no solamente de cosas sino también de vidas. Y el hecho de que una mujer mayor había perdido la vida ahí solamente aumentó el sentido de angustia. Era tan cómodo físicamente como cualquier otro lugar donde yo había estado hasta entonces o por todo mi viaje posterior pero tengo que admitir que me dio gusto salir de ahí.
En el coche en el camino de regreso Fatou juega con sus muñecas y está dispuesta a hablar un poquito. Está más alegre, pero no ha perdido su aspecto pensativo.
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Las autoridades han abandonado por completo a Montrepons, una vez un barrio próspero y concurrido, y dejado los habitantes a la deriva, solos para solucionar los problemas básicos de supervivencia. Foto: Un joven carga agua a su campamento. (Foto: Revolución) |
Fuimos a la zona comercial en el centro al lado de los edificios gubernamentales, un distrito centrado en la intersección de la Rue du Mirak y el Boulevard du Jean-Jaçques Dessalines. Si yo pensaba que yo ya hubiera visto lo peor, me habría equivocado mucho. Este distrito comercial antes concurrido y ajetreado parecía la ciudad bombardeada de Berlín al fin de la Segunda Guerra Mundial. Fermin y yo pasamos por la zona sacando fotos de edificios reducidos a escombros, edificios colapsados como platos, edificios destripados, edificios que se inclinaban peligrosamente. El sol tropical nos cae a plomo y produce una luz cegadora que parece que rebota de los fragmentos del hormigón blanco, tan brillante que era difícil de ver.
De otra manera la zona sigue ajetreada. Las calles están llenas de personas que tratan de juntar lo que necesitan para sobrevivir. Los vendedores venden lo usual, comida y agua, pero también ropa de colores brillantes, herramientas, tuercas y tornillos, cajas, libros de texto para la universidad y hasta un puesto con una amplia oferta de ron y güisqui que brillaba como joyas bajo la luz blanquiamarilla. Todo eso estaba en medio de montones de escombros y calles cubiertas de 15 cm de basura no recolectada con el aire lleno de polvo.
Encima de algunos de los edificios desmoronados, pequeños grupos de hombres están trabajando para quitar piedras… pero no se ve ninguna máquina, a lo mejor aquí o allá un mazo. No puedo imaginar para nada cuánto tiempo tardarían en despejar la zona de esta forma, pero parecía que la gente hacía lo mejor que pudiera bajo las circunstancias.
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Al salir del centro tomamos la calle a Carrefour, una gran zona proletaria y pobre en la zona suroeste de Puerto Príncipe. Alrededor de 400.000 personas vivían aquí antes del terremoto y pasamos por casuchas por todos lados, incluso una hilera de alrededor de 50 de ellas que se construyeron en el camellón de la calle principal, y los coches pasan como balas por ambos lados. La calle se serpentea hacia arriba, no muy abruptamente, pero estamos fuera de la zona llana que rodea el puerto y el centro.
Al dar una vuelta por una calle lateral encontramos lo que seguro antes fue una zona residencial buena, si no rica, llamada Montrepons. Tiene muchas casitas de hormigón de dos pisos y algunas de tres que antes estaban bien cuidadas. Pero ahora es una zona de desastre con la mayor parte de las casas arrasadas, dañadas severamente o reducidas de tres pisos a dos. Llegamos a una casita así y nos sentamos a platicar en un pequeño patio con un poco de sombra.
Conocimos al pastor Maurice, su hijo Pierre de 19 años de edad, su esposa Evangeline y dos de sus vecinos, Jean y Destiné. Maurice es el primero que nos relata cómo era cuando azotó el terremoto:
“Eran las 4:50 de la tarde y el viento soplaba ruidosamente. Se acercó y por el ruido parecía niveladora. La tierra empezó a temblar y me eché a correr al centro de la calle. El suelo subía y bajaba como una marea y luego empezó a colapsarse. El barro cubría a todo el vecindario; mucha gente pedía ayuda a gritos. Empezamos a echarse a las calles coreando ‘Dios ten piedad’. En ese momento nos damos cuenta de que algunas casas se habían derrumbado con gente adentro.
“Cuando el suelo empezó a ondular la gente se acostó en la calle. Muchos no entendían exactamente qué estaba ocurriendo, no entendíamos nada de los terremotos, pensábamos que ya era el fin del mundo. La gente clamaba por Jesucristo. Algunos que habían estado en la duchándose, en cueros salieron corriendo a la calle. Otros se quitaron la camisa y se les taparon, pero ni siquiera se habían dado cuenta de que estaban en cueros”.
Jean dijo: “Yo acababa de entrar a mi casa. Mi esposa estaba preparando la cena y me llamó a comer. Recuerdo que vi el bebé en la cama. Lo miré y luego fui a la cocina. Luego escuché la niveladora: queh, queh, queh, queh, queh. Toda la casa empezó a temblar, alcé la mano y grité ‘Jesucristo, ten piedad’. Salí por la escalera fuera de la casa. Luego vi que otra casa se había derrumbado sobre la mía, y cuando eso ocurrió, los bloques de mi casa empezaron a zafarse. No podía ver dónde caminar y grité a Jesús otra vez. Me caí por la escalera. Me levanté y subí por la escalera para salvar a mi esposa y mi bebé. Vi que ella bajaba por la escalera con el bebé en los brazos y otras personas. Llegué a la escalera en la parte superior de la cocina y pedí que me entregara el bebé y les dije que se fueran. Lograron salir y me tomé el bebé pero me caí, dando tumbos, manteniéndome al bebé sobre el pecho. Me lastimé la cadera, todavía me duele, pero el bebé estaba bien. Él estaba cubierto de fango, así que me quité la camisa para limpiarlo. Me acosté esa noche sin camisa porque el resto de mi ropa estaba enterrado en la casa”.
En seguida Pierre habló: “Yo estaba dentro de la casa, en mi cuarto con mi mamá, mirando la tele. Luego se fue la electricidad, el suelo temblaba, el polvo se caía. Mi mamá se escondió en el armario; yo la sacó y salimos de la casa. Se caían bloques de hormigón por todos lados. Nuestro camino a la calle estaba bloqueado así que para salir, tuvimos que pasar por la casa de un vecino. Me quedé despierto toda la noche, no sabía qué pasaba. En cierto momento montones de personas venían subiendo la colina porque habían escuchado que estaba por llegar un tsunami. Nosotros corrimos también, pero luego regresamos y nos quedamos frente de la casa”.
Salimos de la casa y uno de los vecinos nos acompaña a pie por toda la zona para ver toda la destrucción. Pasamos por unos grupos de personas que viven debajo de hules y plásticos en la calle. Han delineado secciones de la calle con bloques de hormigón para indicar dónde dormirán las personas esa noche. El vecino nos muestra una casa donde dice que los perros del barrio les ayudaron a encontrar y salvar a cinco personas. No soy muy amante de los perros, pero después de escuchar eso, me siento obligado a sacar fotos de algunos de los heroicos perros callejeros de Montrepons. Caminamos un poquito más y veo un montículo de tierra de más o menos medio metro de altura en la calle y alguien me dice: “Aquí enterramos a dos niños que murieron en el terremoto”. Eso me sacó de onda. Hasta ahora he escuchado muchas historias terribles de la muerte y hasta sabía que todavía había muchísimos cadáveres enterrados en los edificios que he visto. Pero esto es más visceral. Aquí presenció la triste evidencia del fin de dos vidas jóvenes. No respondo, no sé qué decir. Un poco más adelante se halla otro sitio aún más desalentador donde se había quemado un cadáver y todavía hay restos carbonizados, ligamentos calcinados torcidos en el centro de un círculo quemado.
Continuará.
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