Del Servicio Noticioso Un Mundo Que Ganar
“A veces desearía ser un perro, porque en Europa los perros tienen un vida mejor que los extranjeros como nosotros”
Reproducido 30 de diciembre de 2015 (Publicado originalmente 19 de junio de 2014) | Periódico Revolución | revcom.us
Nota de la redacción: Dada la feroz persecución de los inmigrantes y refugiados que buscan seguridad en Europa, así como la satanización general y los ataques brutales contra los refugiados alrededor del mundo, reproducimos el siguiente artículo de 2014 que relata la historia contada por un migrante afgano que usa el nombre Jawad. Su historia ilustra y humaniza la experiencia de un hombre que huye de un país que se ha convertido en un infierno por el choque entre los fundamentalistas islámicos y el capitalismo-imperialismo occidental — una dinámica en la que el factor impulsor es la invasión y continua ocupación estadounidense de Afganistán. Jawad describe un viaje en 2012. Las condiciones de los migrantes se han empeorado muchísimo desde entonces.
9 de junio de 2014. Servicio Noticioso Un Mundo Que Ganar. En vísperas de las elecciones al Parlamento Europeo, el gobierno francés envío a la policía antidisturbios CRS [compañías republicanas de seguridad] y buldózeres a destruir instalaciones improvisadas de campamentos de inmigrantes a las afueras de la ciudad norteña de Calais, y a dispersar a sus habitantes. Muchos cientos de personas, la mayoría refugiados de países atormentados por guerras alentadas por Estados Unidos y Europa, se han juntado para ayudarse entre sí a mantenerse con vida mientas esperan la oportunidad de meterse en un camión y lograr cruzar el Canal de la Mancha a Inglaterra en busca de trabajo.
La justificación oficial del gobierno para el ataque fue que los inmigrantes presentaban un riesgo para la salud pública. Supuestamente algunos padecían de sarna, una enfermedad de la piel que se puede prevenir fácilmente con agua limpia e instalaciones de sanidad — que el gobierno mismo quitó cuando arrasó con el centro de refugiados de la Cruz Roja hace varios años.
La policía trató brutalmente a los habitantes locales y a otros que fueron a ayudar a los inmigrantes. Unos días después, luego de que el antiinmigrante FN (Frente Nacional) lograra una mayoría relativa en las elecciones francesas al Parlamento Europeo, la consigna principal de las protestas callejeras de estudiantes de secundaria en media docena de ciudades francesas fue: “Todos somos hijos de inmigrantes”. Posteriormente varios cientos de personas viajaron a Calais en muestra de apoyo a los refugiados.
Un anterior lugar de reunión para inmigrantes era la plaza Villemin en Paris, donde inmigrantes afganis se refugiaron en 2009, antes de que los dispersara la policía, y algunos de ellos, sin sitio a donde ir, se trasladaron a Calais. El fotógrafo francés Mathieu Pernot pasó un tiempo con ellos en ese entonces.
Sus fotos muestran hombres jóvenes metidos en bolsas de dormir o envueltos en cubiertas de plástico, con la cabeza tapada para proteger sus ojos de la luz del amanecer: “Invisibles, silenciosos y anónimos, reducidos a sus formas simples, duermen y se ocultan de la mirada pública, substrayéndose de un mundo que ya no quiere verlos. Presentes y ausentes a la vez, nos recuerdan los cuerpos encontrados en los campos de batalla de una guerra que ya no vemos”.
La obra de Pernot está caracterizada por una determinación para conectarse con sus sujetos con el tiempo para crear una interacción entre cómo se ven, su representación artística de su exclusión y opresión, y su propia interioridad y visión. En 2012, un inmigrante afgani llamado Jawad llenó algunos cuadernos, que Pernot le había dado, con este relato de cómo terminó en París. En el mundo de hoy pocos países han producido más refugiados y migrantes que Afganistán, desde los días de la ocupación soviética hasta el infierno que hoy padece su pueblo tras la invasión y ocupación dirigida por Estados Unidos.
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Mi travesía
Refugiados sirios esperando para cruzar la frontera a Turquía, 15 de junio de 2015. Foto: AP
Mi nombre es Jawad. Soy de Afganistán y tengo 26 años. Nací en 1996 en un barrio de clase obrera de Kabul. En 1989, mi padre, un muyahidín, recibió amenazas del gobierno afgano y tuvimos que abandonar Kabul e ir a Irán. No podía ir a la escuela, porque mis padres no tenían permisos de residencia. Ellos usaron los documentos de identidad de otra persona para meterme en clases nocturnas con alguna gente mayor. Gracias a eso, sé leer y escribir. Una vez terminé esas clases, quise matricularme en una universidad islámica, pero una vez más no me lo permitieron por mi nacionalidad afgana, aunque es posible para la gente de cualquier otra parte del mundo matricularse. El gobierno iraní es muy injusto; no quiere refugiados afganos en el país y por eso no recibimos ayuda de nadie. Había vivido en Irán por 17 años cuando me arrestó la policía y me enviaron de nuevo a Afganistán. Fue entonces cuando tomé la decisión de irme a Europa. Junto con otros afganos le pedimos a un contrabandista que nos entrara a Turquía.
Luego de llevarnos a cruzar la frontera iraní, el contrabandista nos recogió en un carro en la ciudad de Van. Viajamos 24 horas como borregos en un vehículo con algunos inmigrantes paquistaníes, sin nada que comer o beber. Llegamos totalmente exhaustos a Estambul donde estuvimos tres días. El contrabandista nos llevó a Esmirna en bus y nos dejó en una casa. Una noche nos llevó a un bosque que tomó tres horas cruzar antes de llegar a la costa a medianoche. Él se fue, solo, en una lancha a motor y nos dejó allí. Ahí pasamos la noche. Al otro día, nos trajo algo de pan y agua, y un bote, que infló y ocultó en la maleza. Poco después, llegaron algunos policías y descubrieron el bote. Nos asustamos y fuimos a escondernos en las montañas. No nos quedaba comida ni agua. Estábamos hambrientos y sedientos. No sabíamos qué estaba pasando y llamamos al contrabandista. En la noche bajamos de la montaña y regresamos a la costa. Sin comida ni agua estábamos perdiendo toda esperanza. Soñé que comía pan. No sabíamos qué hacer y le rezamos a dios pidiendo ayuda. ¡De repente llegó el contrabandista con algunas botellas de agua! ¡Se convirtió en nuestro ángel de la guarda! Decidió llevarnos de vuelta al pueblo pero nos perdió en el bosque. Deambulamos varias horas por el campo. Una docena de mis amigos decidió irse por su cuenta en otra dirección. Me preguntaron si quería ir con ellos pero preferí quedarme en el grupo del contrabandista. Ahora solo quedábamos veinte en el grupo, en vez de los 30 que partimos. Caminamos y al fin encontramos un establo en donde pasamos la noche.
Al día siguiente salimos otra vez y pasamos a gatas por un pueblo, por miedo a que nos vieran los habitantes. Llegamos a un túnel que pasa debajo de la autopista y pasamos todo el día allí. Esa noche, alguien nos recogió en un carro y nos dejó en un pueblo que no conocíamos. Cuando salimos del carro, un hombre se acercó a hablarnos pero no supimos qué decía. Él empezó a gritar “¡policía!, ¡policía!” Todos nos dispersamos rápidamente, huyendo en todas direcciones. Al final, encontramos a nuestro contrabandista que nos llevó a una playa. Él infló el bote y nos hizo entrar en él. Señaló una luz al otro lado del mar y nos dijo que era Grecia. En nuestro pequeño bote navegamos por un inmenso mar.
Cuando nos acercábamos a la costa griega, vimos la salida del sol sobre el mar. Pensé que estábamos dejando la oscuridad y la desgracia atrás, y que íbamos hacia la luz y a un mundo mejor. Pero un poco más tarde la policía griega nos avistó y se aproximó en su bote. El hombre que estaba piloteando nuestro bote decidió pincharlo, así nos catalogarían como náufragos y los griegos no podrían enviarnos de vuelta a Turquía. Saltamos al agua y nadamos hasta la costa. Había una mujer embarazada en el bote y no sabía nadar, así que se aferró a un lado del bote que rápidamente se desinflaba y esperó a que la policía llegara a recogerla. Cuando llegamos a la orilla subimos por esta, esperando encontrar un pueblo. En la cima encontramos una carretera que llevaba a Samos. De allí esperábamos llegar a Atenas pero desafortunadamente la policía nos arrestó y nos llevó a un campamento de refugiados que era como una cárcel.
Fue en este campamento que me encontré con un afgano que me preguntó si quería ir a Noruega con él porque había escuchado que era un país que acogía a gente en nuestra situación. Para llegar allí, tendríamos que atravesar Macedonia, Serbia, Hungría, Austria, Alemania, Dinamarca y Suecia. Atravesé Macedonia y llegué a Serbia. En la ciudad serbia de Niš me arrestaron junto con mis amigos. Nos llevaron ante un juez que nos multó con 70 euros y nos sentenció a diez días de cárcel. Llegando al centro de detención, nos dijeron que nos desvistiéramos en frente de todos, y luego tuvimos que pasar por un cacheo corporal que me resultó muy difícil de soportar. Pasé diez días en prisión, encerrado con asesinos y mulas. Había un conteo tres veces al día. Esos diez días fueron como cien años para mí.
Cuando salimos de prisión, no nos dieron ningún documento que nos permitiera circular libremente en Serbia. La policía en Niš simplemente nos dijo que si nos arrestaban otra vez en Serbia, les dijéramos a los otros policías que se contactaran con ellos. A la mañana siguiente tomamos el tren a Subótica, en la frontera húngara, y nos arrestaron de nuevo esa noche y nos llevaron a un tribunal a la mañana siguiente. Le dijimos al juez que habíamos estado en prisión en Niš pero eso no ayudó. El magistrado dijo que si no pagábamos volveríamos a prisión. La cárcel en Subótica era peor que la de Niš. Sólo nos permitían salir de las celdas una hora al día para caminar alrededor del patio. Solo nos permitían bañarnos una vez a la semana y solo podíamos pasar dos minutos en el baño.
Después de salir de prisión, nos las arreglamos para cruzar la frontera hacia Hungría pero apenas habíamos llegado cuando nos arrestaron otra vez y nos llevaron a un campamento de refugiados en Békéscsaba. En el campamento teníamos que hacer fila por apenas un banano, una manzana o una pera. Tenías que firmar dos o tres documentos para poder comer una porción de fruta. Estábamos bajo constante vigilancia por cámaras de televisión de circuito cerrado y guardias brutales, que golpeaban a cualquiera que intentara escapar. No teníamos el derecho a replicarles ni a hacer preguntas. No podíamos entender si éramos refugiados o prisioneros. A pesar de la presencia de guardias, me las arreglé para pasar debajo del alambre de púas y escapar del campamento.
Fui de allí a Budapest y luego a Viena, en donde tomé el tren a Hamburgo sin comprar el tiquete. Me escondí en un gabinete para equipaje bajo una de las literas del vagón de dormitorios. En medio de la noche, la anciana que estaba durmiendo en la litera sobre mí se dio cuenta de que yo estaba allí y llamó al inspector de tiquetes, así que él podría llamar a la policía. ¡Le rogué que no lo hiciera! En últimas, llegué a Hamburgo sin ser arrestado. Estaba solo y caminé. Busqué un tren que me llevara a Dinamarca. Una vez más, me paró la policía. Pude haber escapado, pero tenía tanta hambre y cansancio que me entregué a ellos. Me llevaron a la estación de policía y me presentaron un documento escrito en darí que decía que yo era un criminal. Les pregunté por qué me consideraban un criminal cuando no había hecho nada malo. Me dijeron que entrar a Alemania sin los papeles en regla constituye un crimen. Como no tenía otra opción, firmé el documento. Mi situación empeoraba cada día. En Hungría, tuve que firmar un documento para poder comerme una manzana y en Alemania firmé un documento para reconocer que era un criminal. Después de las formalidades administrativas, la policía me envió a una cárcel muy dura. Me sentí muy triste y le recé a Dios para que me devolviera mi libertad. Debió haberme escuchado porque al otro día salí de prisión. Me dieron la dirección de un campamento de refugiados donde podía solicitar asilo.
En este campamento, había un edificio agradable en el que me quedé por unos días. Habiendo pasado varias semanas sin comer bien, por fin comía algo decente. Fue muy agradable para mí. Pero cuando pensé en que la policía alemana podía arrestarme y deportarme a Hungría, ¡me dije a mí mismo que quizás la comida estaba envenenada! Después de dos o tres días, el director del campamento me dio un documento con un tiquete de tren para ir a otro campamento en Neumünster. Permanecí cerca de tres meses en ese campamento, que era acogedor. Había un gimnasio en el que estuve entrenando. Me gustaba trotar en las calles de la ciudad. Una mañana muy temprano, un policía golpeó en la puerta de nuestro cuarto y pidió ver nuestros papeles. Le mostré mis papeles y me dijo que tenía que regresar a Hungría. Me dijo que empacara mis maletas, le dije que no tenía ninguna. Revisó mi armario, vio que no tenía nada y entonces me dijo que lo siguiera. Me llevó a un centro de expulsión de inmigrantes en el aeropuerto y espere allí hasta las 10 am. Me hicieron subir a un avión hacia Budapest. Durante el vuelo de dos horas, pensé en que había perdido a todos mis amigos y mi vida entera en Alemania.
En el avión, tomé la decisión de ir a Francia tan pronto como fuera posible. Un amigo del campamento que acababa de dejar me había dicho que era un país acogedor. El avión aterrizó en Budapest a las 12 pm y esperé en el aeropuerto hasta la 1 am. Todavía era de noche y tenía que subirme a un bus lleno de gente desafortunada que, igual que yo, habían huido de Hungría y ahora se encontraban de vuelta allí. A las 8 am el bus nos llevó al campamento de Békéscsaba. Pasé la noche allí e intenté escapar otra vez a la mañana siguiente. Pero me corté la mano con el alambre de púas y sangraba mucho. Como estaba herido, dejé que los guardias me cogieran sin armar lío. Me llevaron directamente al campamento sin curarme la mano. Cuando fui a ver al director le mostré la cortada, finalmente él decidió enviarme al hospital. Pasé unos doce días en el campamento. Las autoridades me dieron una tarjeta que me permitía entrar al campamento de Debrecen. Es para gente que está buscando asilo. Estuve allí 25 días. La vida allá era muy dura. No respetaban nuestros derechos. Era más como una cárcel, con la única diferencia de que podías salir. Algunas veces, la policía podía llegar con seis o siete perros buscando objetos prohibidos en los cuartos. ¡Cuando les preguntamos por qué llegaban con perros, dijeron que no eran perros, sino colegas de trabajo! No me gustó vivir en Hungría así que mis amigos y yo tomamos la decisión de salir hacia Francia.
Decidimos ir en un taxi. Primero fuimos a Austria, después a Italia en donde salimos hacia Milán. De ahí tomamos el tren a Ventimiglia y cruzamos la frontera ítalo-francesa a pie. Tuvimos que pasar por un estrecho túnel de tren. Si hubiese venido un tren mientras estábamos en ese túnel, no estaría escribiendo esta historia.
Cuando llegamos a Francia descubrimos Mónaco, un pueblo antiguo muy bonito. Había cantidades de hermosos naranjos en las calles, pero estábamos más interesados en comernos las naranjas que en mirarlos. Nos comimos unas y metimos algunas más en nuestros bolsos. En el camino, nos encontramos con un árabe. Le preguntamos cómo llegar a Paris. Nos dijo que nos subiéramos al bus Nº 100 hacia Niza y que de ahí intentáramos coger un tren a la capital. Pero en Niza, cuando preguntamos cómo conseguir un tren a Paris, nadie nos entendió. Nos asombramos de que la gente en Niza no conocía París, ¡una ciudad tan conocida en todo el mundo! Finalmente dimos con alguien que nos entendió. Él también aprovechó la oportunidad para decirnos cómo pronunciar París… Era de noche, todavía estábamos en Niza, estaba haciendo mucho frío y llovía. Teníamos la ropa empapada. Teníamos hambre y no teníamos dinero suficiente para llegar a París. Decidimos ir a refugiarnos en una iglesia pero el cura no nos dejó entrar. Le suplicamos pero nos pidió que nos fuéramos. Fue como si nos hubieran cerrado la puerta de Dios. Nos fuimos para la estación pensando en que “el enemigo de Dios”, la policía, podía arrestarnos, con lo que por lo menos tendríamos un techo para pasar la noche. Nos arrestaron en la estación. El policía nos pidió los papeles, que no teníamos. En ese momento pensé que éramos refugiados sin Estado. La policía nos esposó con las manos en la espalda y nos metieron en el carro-patrulla y prendieron las luces y sirena.
En el pueblo, los transeúntes debieron pensar que la policía había arrestado gente peligrosa, ¡pero solo éramos refugiados! Nos llevaron a la estación de policía y nos encerraron en una celda esposados de una mano a una barra fijada muy alto en la pared. Cuando les pedimos que nos quitaran las esposas porque nos estaban lastimando (y porque de todos modos no podíamos escapar), simplemente se rieron de nosotros. Luego nos llevaron a otra celda donde pasamos la noche. No había absolutamente nada en ella y estábamos empapados hasta los huesos. Pedimos cobijas. El policía simplemente se burlaba de nosotros como respuesta. Dormimos en el piso de la celda con la ropa mojada. Mientras me dormía, pensé en mi amigo afgano que me había dicho que Francia era un país muy acogedor.
Al día siguiente, el policía volvió con un intérprete que hablaba darí. Nos preguntaron varias veces si queríamos quedarnos en Francia o ir a Inglaterra y todas las veces les dije que quería quedarme en Francia. Nos dio un pedazo de papel y nos dejó salir de la estación de policía. Nos enviaron de vuelta a la estación donde conocimos a un compatriota afgano que estaba teniendo algunos problemas. Él nos explicó que compró un tiquete de tren pero un policía se lo confiscó y lo llevó a prisión la noche anterior. Para el día siguiente, su tiquete había expirado. Como no teníamos dinero suficiente para comprar un tiquete, tratamos de saltar al tren pero el inspector de tiquetes nos detuvo. Así que pasamos otra noche durmiendo muy incómodos en Niza. Al día siguiente, nos subimos a un tren pero nos pilló el inspector de tiquetes, a quien le rogué para que nos permitiera ir a París. Ofrecí darle mi chaqueta, mis zapatos y mi anillo de turquesa, que era un regalo de mi padre. Hasta le ofrecí trabajar en el tren (limpiando los baños, por ejemplo), pero se rehusó y tuvimos que bajarnos en Cannes. En la estación en Cannes, nos las arreglamos para tomar un bus que pensamos que iba a Paris, pero cometimos un error y nos encontrábamos en un bus para turistas. Llegamos a una ciudad realmente bonita pero no sabíamos dónde quedaba. Le explicamos al conductor que queríamos llegar a París. Estaba muy sorprendido y nos explicó que teníamos que regresar a Saint-Raphael, en donde podríamos tomar un tren a Paris. En Saint-Raphael, intentamos colarnos sin tiquete en el tren pero los inspectores nos estaban mirando. ¡Fuimos muy desafortunados ese día! Y seguía lloviendo. Buscamos un lugar y dormimos en la terraza de un café. Al siguiente día, regresamos a la estación y, gracias a Dios, nos la ingeniamos para tomar un tren a Paris. En esta ciudad pedimos asilo y dormimos incómodamente en cajas de cartón. Nuestra situación es muy mala. A veces desearía ser un perro, porque en Europa los perros tienen una vida mejor que los extranjeros como nosotros.
Texto traducido del libro Les Migrants, Guingamp, Ed. GwinZegal, 2012. Para conocer más del trabajo de Pernot, véase www.mathieupernot.com. Véase también “¿Se debe criminalizar o apoyar a los inmigrantes?” en el SNUMQG del 10 de marzo de 2014.
El Servicio Noticioso Un Mundo Que Ganar es un servicio de Un Mundo Que Ganar, una publicación política y teórica inspirada por la formación del Movimiento Revolucionario Internacionalista, el centro embrionario de los partidos y organizaciones marxista-leninista-maoístas.
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